lunes, 4 de octubre de 2010

Más duele perderte que morir





Sentado sobre un banco de hierro oxidado; veía como el viento barría las hojas que iban cayendo de los árboles, mi mente estaba entretenida pensando en recuerdos ya casi olvidados de mi memoria y las sombras de la noche ya estaban cerca. La noche se abría paso lentamente y a su paso las calles se quedaban deshabitabas, yo era el único individuo que osaba permanecer en aquel lugar.
Decidí levantarme y adentrarme aun más en el cementerio, mi miraba se posaba en las lápidas que iba pasando y mientras leía los nombres de los difuntos en voz baja, llegó un momento en que pensé que a lo mejor con ese acto despertaría la ira de los espíritus pero igualmente ya soy como uno más de ellos, tendrán piedad de mi. Mientras iba hacia la tumba de mí ser más querido recordaba lentamente cuando en un pasado no muy lejano se escapó su vida de entre mis brazos, sus últimas palabras se dirigían a mí en su último respiro, 'Te quiero' fue lo que débilmente me dijo, su aliento se apagaba entre mis gritos de desesperación, su corazón luchaba por vivir pero poco a poco iba reduciendo sus latidos hasta que quedó inmóvil, y finalmente sus ojos se cerraron y a la vez mi corazón murió, toda la gente de nuestro alrededor quedó pasmada ante la imagen sin ni siquiera mover un dedo... yo lloraba desgarradamente, su sangre teñía mis manos de rojo y miré con odio y deseos de venganza al conductor ebrio que estaba también en sus últimos momentos, pero en ese instante solo me centré en ella, que nunca más la iba a volver a ver, acariciando su piel a la vez que mis lágrimas caían sobre su pecho, ese día, fue el adiós…
Desperté de aquella retrospección que me torturaba a cada momento y me di cuenta que ya había llegado a mi destino, me fui acercando hacia la tumba y cuidadosamente le dejé una rosa que tristemente se marchitaría al cabo del tiempo. Intenté ser fuerte y susurraba su nombre entre la oscuridad a la curiosa mirada de las pocas estrellas que parpadeaban en el cielo, pero aun así algunas lágrimas cayeron y acabaron chocando contra el frío suelo en el cual yacía postrado delante de su sepulcro. A continuación, saqué un objeto de mi bolsillo, tan afilado estaba como una cuchilla, mi navaja era el utensilio de mi libertad, la moví hasta mi cuello y con él me corté la yugular, cayendo sobre su nicho me desangraba dejando ahí un charco de sangre y aun así el morir no fue tan doloroso como perderla a ella, afortunadamente nuestras almas ya están juntas de nuevo mientras nuestros cuerpos se descomponen bajo tierra.

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